Recordar es abrazar el ente obsceno del ocaso, los márgenes del deseo en los que el past perfect se entremezcla con los avatares de toda historia reverenciable desde la fantasía. El recuerdo se revuelve con sus ansias de perdurabilidad en el cajón de sastre de lo inconmensurable, se desplaza violentamente en un estado virtual socialmente establecido como preciso. El recuerdo retoma la idea del supuesto buen gobierno, un espacio de securitas garantizada, en el que se institucionaliza el mercado negro de la memoria.
La compra-venta de recuerdos a precio de imagen, de símbolo, de palabra, de gestos, compite cada día, desde su movimiento informe y desordenado, con un rincón enigmático, móvil por su inmovilidad, apenas perceptible dada su vacuidad. Es el rincón del misterio, del eco sin eco, fuera de toda ley armónica, el rincón donde la respuesta a cualquier forma de juego mnemotécnico es el silencio más sonoro. Más allá de lo incoloro sin transparencias ni blancuras, el tiempo del no-tiempo se alza libre de toda ley de mercado y constituye esa otra bolsa que permanece impasible en el océano, intacta ante las subidas y bajadas del mar de dudas.
Ese paraíso del no-recuerdo es también una oquedad libre de los impuestos de la memoria, donde la estipulación en materia mnemotécnica conlleva una inversión a largo plazo asombrosamente desprovista de capital y de tasas. Una fisura ínfima del capitalismo en la que la inversión en el vacío resulta altamente rentable en parámetros subliminales. Indemostrable desde las coordenadas cartesianas habituales y inaprensible por todo axioma científico refutable, el pequeño hueco incondicionado elige desasistir los desvelos del tiempo y sus deseos para afirmar la existencia de su no existencia, para confirmar la aceptación de lo que hay, de lo que es: (hoy pienso en aquellas noches y en las noches que vendrán) la memoria, en el pasado o en el futuro, esa gran neurosis colectiva.